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Domingo, 24 de noviembre de 2002

La malquerida

Fue verdad, rumor y leyenda. Después, novela francesa, opereta europea, cuento norteamericano, vodevil atlántico y, finalmente, gran ópera italiana de Puccini. Todo en menos de 20 años y a través de tres continentes. Pero además, detrás de la historia de aquella japonesa que se suicidó al ser primero abandonada y luego privada de su
único hijo con un occidental, Madama Butterfly podría esconder un detalle mayúsculo hasta ahora inédito: que aquel occidental haya sido un almirante argentino.

POR JUAN FORN
Un francés bisexual la sufrió en carne propia; un abogado yanqui (con ayuda de su hermana misionera) se la robó y la regeneró; un dramaturgo inescrupuloso la hizo suicidar; un mujeriego italiano se vio reflejado en ella como en un espejo y estuvo a punto de ser linchado en público antes de inmortalizarla como heroína romántica... La historia de Madame Butterfly (no la historia que cuenta la ópera sino la historia de su génesis y sucesivas versiones hasta adoptar la forma de ópera) es una increíble saga de malentendidos, distorsiones y apropiaciones consecutivas. En menos de veinte años (los que van de 1885 hasta 1905) y saltando por tres continentes (de los confines de Asia a América y Europa), una pequeñísima historia de la vida real se convirtió, en diferentes manos, en novela francesa, opereta europea, cuento norteamericano, vodevil atlántico y, por fin, gran ópera italiana comme il faut. Lo curioso del caso es que, en ese itinerario, el personaje fue cambiando diametralmente de signo, de su hierático materialismo inicial a su épico romanticismo definitivo. Ésta es la increíble historia de cómo una quinceañera perfectamente anónima del Japón de la era Meiji se convirtió primero en un símbolo del inescrutable y traicionero Oriente a los ojos occidentales, y luego en una de las mayores heroínas de la historia de la lírica en el rubro inmolación por amor.

20 MONEDAS POR 999 AÑOS
El argumento de Madame Butterfly podría resumirse más o menos así: marino occidental llega a Japón, hace los arreglos del caso para garantizarse compañía femenina durante su estadía y, cuando llega el momento de partir, abandona a la concubina (que está embarazada, aunque él no lo sabe). Tres años después, ya casado, vuelve brevemente a la isla con su esposa. Al enterarse de la existencia del hijo, lo reclama y se lo lleva con él. La japonesa, desolada, se suicida.
La historia se basa en una práctica instaurada en el Japón durante el período Edo, cuando los shogunes cerraron la isla a todo contacto con el extranjero. Durante aquella época, las autoridades sólo permitían trato con Occidente a través de la Compañía de Indias Orientales holandesa, a la cual habían autorizado a instalar una pequeña filial, convenientemente aislada, en la isla de Dejima, frente a la bahía de Nagasaki. El tránsito marítimo era escaso (no más de dos barcos por año), pero los mercaderes holandeses tenían permiso para instalarse en Dejima, sólo que sin familia: a cambio, se les permitía “casarse” con mujeres japonesas para estar acompañados durante su estancia en la isla (los shogunes no eran tontos: a través de esas mujeres, se mantenían informados de todas las actividades de los holandeses en Dejima). Con la instauración del período Meiji y la apertura al comercio con Occidente, la práctica de matrimonios temporales no sólo se mantuvo sino que además se convirtió en un próspero negocio. En julio de 1885, llegó a Nagasaki, a bordo del buque francés “Triomphante”, un teniente llamado Julien Marie Viaud, más conocido en su país como Pierre Loti, autor de coloridas novelas basadas en sus viajes (y definido por Anatole France como “el sublime iletrado” y por Jean Cocteau como “el mamarracho pintarrajeado”).
Si bien era conocida la práctica de Loti de presentarse cada día a formación pulcramente maquillado, el atildado teniente frecuentaba muchachas en cada puerto donde desembarcaba, y las convertía después en protagonistas de sus popularísimos folletines exóticos. Así, apenas llegado a Nagasaki, Loti procede a contactar a un “agente confidencial para las relaciones interraciales” y anuncia por carta a su amiga Juliette Adam, de la revista Nouvelle Revue: “Ayer me casé ante las autoridades de este país con una muchacha de diecisiete años llamada O-Kane-san. Tuvimos un té de gala y un desfile con linternas de papel. El matrimonio cuesta veinte monedas de plata mensuales y es válido por 999 años... o por el tiempo que yo permanezca en suelo japonés”. A lo largo del mes en que el “Triomphante” permanece en el dique seco de Tategami, Loti anota en su diario la vida cotidiana que lleva con O-Kane-san, incluso se hace retratar con ella por Hikoma Ueno (primer fotógrafo comercial de Japón) porque “sé que algún día podré venderle esta historia a Calmann-Levy”, su editor francés. Cuando el “Triomphante” está listo para seguir viaje hacia China, Loti vuelve a escribirle a Juliette Adam para informarle lacónicamente que ha abandonado a su flamante esposa “sin emoción y sin remordimiento”, y agrega que kane significa dinero en japonés, “un nombre que le calzaba como un guante a mi mousmé”, para concluir con gravedad infrecuente en él: “Es el fin de una pequeña aventura en la que jamás reincidiré”.
En 1887, Calmann-Levy publica en París la nouvelle Madame Chrysanthème con un éxito inmediato. En la ficción, O-Kane-san es bautizada O-Kiku-san (kiku significa crisantemo), Loti le adjudica una estirpe más ilustre que las otras mousmés occidentales y, cuando llega el momento de la despedida, “luego de un último y ensimismado sorbete en la Casa de Té de la Mariposa Indescriptible” (primera irrupción de una butterfly en esta historia), cuenta que se asoma a la recámara de su esposa y la descubre sentada en el piso, “tarareando alegremente y golpeando contra su oído las monedas de plata del arreglo, con un pequeño martillo característico de los cambistas callejeros”. Este acorde final de despecho es interpretado en clave romántica y Madame Chrysanthème se vende como pan caliente, entre otras razones porque Loti describe con igual encanto las costumbres de su acompañante (desde fumar en una pequeña pipa hasta tocar el samisen y beber con los bonzos de un templo cercano) y el Nagasaki que ha conocido (explicando, por ejemplo, las diferencias entre las mousmés, de costumbres más bien recatadas, las yujos, o prostitutas del puerto, y las geishas, cuyas habilidades artísticas les permiten amenizar veladas masculinas sin obligación de favores sexuales).
Vale aclarar que el libro aparece en pleno auge de la fascinación europea con el Japón, cuyo impacto abarcó desde la plástica (con el descubrimiento, a través de los impresionistas, de los dibujos de Hokusai) hasta la indumentaria y el diseño (la popularidad de lacas, cerámicas y kimonos japoneses haría eclosión con el art nouveau, a través de los cuadros de Klimt, los cristales de Gallé y los muebles de Mackintosh). Era más que previsible que el exótico amor pintado por Loti desembocara tarde o temprano en el reino por excelencia de lo sentimental, y así fue: luego de vender veinticinco ediciones sucesivas, Chrysanthème se convirtió en 1893 en una ópera compuesta por André Messager. Para ser fiel a las convenciones del género, Messager obvió el contrato pecuniario que unía a Kiku-san y el teniente: en la ópera, la unión se debía exclusivamente al amor, y la desunión también (cuando Kiku-san frotaba contra su oído aquellas monedas de plata era en busca de los últimos ecos de su amante que quedaban en ellas). Pero la ópera no alcanzó una repercusión comparable a la del libro. Un pequeño detalle que merece mencionarse: Messager compuso gran parte de la partitura de su ópera en una residencia italiana llamada Villa d’Este, como huésped del acaudalado editor de música Giulio Riccordi. Y, entre los invitados a la villa aquel verano de 1892, estaba Giacomo Puccini (sumergido por entonces en la composición de Manon Lescaut).

EL LEGULEYO Y LA MISIONERA
Mientras tanto, al otro lado del océano, el japonisme también hace de las suyas. Whistler anuncia que los pintores ya no deben mirar a Europa sino a Oriente en busca de inspiración; Tiffany’s inunda sus vidrieras de objetos art nouveau; y un anónimo abogado de Filadelfia llamado JohnLuther Long se reencuentra con su hermana, casada con un misionero y recién llegada de una larga estadía en el Japón. Las historias que ella le cuenta dan rienda suelta a las aspiraciones literarias del notario y, a partir de enero de 1898, aparecen en rápida sucesión en la revista Century Monthly, una serie de relatos con los siguientes títulos: “Miss Cherryblossom de Tokio”, “Un caballero de Japón y una dama”, “Ojos púrpura” y, oh-oh, “Madame Butterfly”. El éxito de la serie (en particular del último cuento) es tal que Long los reedita en forma de libro a fines de 1898.
Long nunca negó haber leído la nouvelle de Loti. Y las similitudes entre ambos textos son más que sugestivas: Kiku-san se convierte en Cio-cio-san (cio-cio significa mariposa en japonés), el teniente Loti se convierte en el teniente Pinkerton y ya no es francés sino norteamericano (aunque llega a Japón “de un destino mediterráneo”, tal como Loti llegaba de Toulon, la principal base naval francesa en el Mediterráneo). Cuento y novela abren de igual manera: en la cubierta del buque, con Loti/Pinkerton anunciando a su compadre Yves/Sayre que buscará un casamentero que le consiga una esposa japonesa (en la nouvelle de Loti se llama Kangourou, en la de Long, Goro). La ceremonia de casamiento es calcada (sólo que Pinkerton emite un sarcasmo tras otro acerca de las costumbres japonesas, mientras Loti simplemente las describía, con bastante buen ojo). El padre de Butterfly es samurai, como el de Chrysanthème. Incluso la fecha de partida de Loti/Pinkerton a China es la misma: 17 de septiembre. Hasta ahí todo es calcado. La imaginación de Long empieza a funcionar a partir de ese momento: mientras Chrysanthème se dedicaba a criar a su hermano recién nacido al ser abandonada por Loti, Butterfly queda embarazada de Pinkerton y da a luz un hijo luego de que éste la abandona (aunque Long reproduce casi palabra por palabra el trato al bebé del texto de Loti). Y hay dos personajes nuevos: Yamadori, un príncipe japonés “occidentalizado” que quiere casarse con Butterfly cuando Pinkerton la abandona, y Adelaide, la insufrible esposa norteamericana de Pinkerton.
Es a través de ellos que se produce el mayor hallazgo de Long: cuando Pinkerton retorna con su flamante esposa a Nagasaki, en pleno cortejo de Yamadori a Butterfly, será Adelaide quien reclame al niño al enterarse de su existencia, ya que Pinkerton ni se digna a volver a ver a Butterfly. Pero, en el cuento de Long, Butterfly no se suicida: si bien piensa hacerlo, siguiendo la tradición samurai de su padre (así como antes ha contemplado la idea de darle el sí a Yamadori, en un último intento por hacer reaccionar a Pinkerton), a último momento cambia de opinión: “Sus ancestros le habían enseñado a morir, pero él le había enseñado a vivir”, dice Long. Y hace que Butterfly huya con el niño durante la noche. Cuando Adelaide llega a buscar el bebé, encuentra la casa vacía.
Long no sólo había abrevado sin pudor en el texto de Loti; además, era abogado. Y mostró su astucia de leguleyo diciendo, al final de su Butterfly, que la historia se basaba “en un hecho real ocurrido hace poco en Nagasaki”, del que tenía noticia a través de su recién llegada hermana misionera. Para atenuar aún más el riesgo de que lo acusaran de plagio, Long había centrado el relato en el personaje femenino, en lugar del masculino: allí donde Loti hablaba en primera persona y durante páginas enteras se olvidaba de su Chrysanthème mientras relataba las costumbres japonesas, Long cuenta toda la historia en tercera persona y haciendo eje permanente en Butterfly y sus vicisitudes emocionales. Insisto en que Long no era nada tonto: aun cuando intensificó el melodrama convirtiendo el personaje de Butterfly en la heroína trágica del relato (despojándola de la inexpresividad y el materialismo que le había inyectado Loti), no se privó de ninguna de las observaciones de Loti sobre la vida japonesa, sólo que las “ocultó”, con estrategia característica de abogado, entre las semblanzas de la vida en Nagasaki que logró sonsacarle a su hermana y todas aquellas referencias que pudo birlar de los libros sobre Japón que circulaban por entonces (en especial los de Lafcadio Hearn y de Basil Chamberlain, de donde sacó el valor honorífico que tenía el suicidio para los samurais, que usaría en uno de los momentos más celebrados de su libro).

EL HOMBRE QUE
MATO A BUTTERFLY
Los paralelismos Loti/Long no acaban ahí: así como Messager vio el potencial operático que tenía Chrysanthème y se apresuró a escenificarla, la Butterfly de Long despertó equivalente interés en David Belasco, el dramaturgo más popular de la época en Norteamérica, quien procedió a incorporarle dos modificaciones decisivas al cuento. Pero, a diferencia de la suerte que corrió Messager al hacer sus modificaciones, Belasco logró con las suyas una obra teatral tan exitosa que, luego de triunfar en Nueva York a principios del 1900, llegó a Londres a fines del mismo año, con igual suceso. Belasco era famoso por las innovaciones escénicas de sus puestas y por su falta de escrúpulos a la hora de decidir entre la fidelidad al texto y el golpe de efecto teatral. Ambas características pondría en acción para redefinir el cuento de Long y convertirlo en la atracción dramática del año, a ambos lados del océano: primero, apelando a un hallazgo escénico para representar la larga vigilia de Butterfly esperando el retorno de Pinkerton (Belasco instaló a la protagonista en el escenario desnudo, de espaldas a la platea y contemplando una vista escenográfica de la bahía de Nagasaki y, a lo largo de catorce minutos completos, a través de cambios de luces y efectos sonoros, marcó el paso del tiempo desde un ocaso hasta un amanecer: en ese momento Butterfly se levantaba, el público descubría su avanzado embarazo y comprendía que debería criar sola a ese hijo que se avecinaba). Y, segundo, rematando la obra con otro gran golpe de efecto emocional: “su” Butterfly sí se suicidaba. Lo hacía al comprender que su amor estaba condenado al fracaso, y por esa razón se quedaban Pinkerton y su esposa con el bebé.
Uno de los tantos espectadores arrobados con aquella inmolación romántica fue un director de ópera italiano que estaba en Londres por entonces, supervisando el estreno inglés de una obra suya llamada Tosca: Puccini, por supuesto. Y si bien el bueno de Giacomo no entendía una palabra de inglés, quedó tan fascinado con la obra que se precipitó a los camarines a su finalización, abrazó a Belasco con lágrimas en los ojos y le rogó que le permitiera usar su Madame Butterfly para componer “la ópera más emocionante que haya existido jamás” (la versión del hecho que da Belasco en sus memorias es bastante más sarcástica: “¿Cómo negociar con un impulsivo peninsular deshecho en llanto que en ese preciso momento tenía mi cuello entre sus poderosas zarpas?”, se limita a comentar).

MADAME BUTTERFLY SOY YO
Ya se ha mencionado en esta historia a Giulio Riccordi, el acaudalado editor de música italiano. Pues bien, Riccordi era una suerte de mecenas de Puccini, desde que se lo birló a su colega editor y archirrival Sonzogno cuando éste organizó en 1884 un concurso en busca de nuevos talentos (Puccini había competido con su primera ópera, Le Villi, con la que perdió contra la Cavalleria Rusticana de Mascagni). Mucha agua había corrido bajo el puente desde entonces: cuando Puccini descubre Butterfly en Londres y anuncia a su protector que ése será su nuevo proyecto, Riccordi no está muy convencido de que ésa sea la mejor elección para suceder el clamoroso recibimiento que ha tenido La Bohème en toda Europa (que llevó hasta al propio George Bernard Shaw a declarar que Puccini era el heredero indiscutido de Verdi). Pero, como ya hemos visto, no es fácil disuadir a Puccini. Riccordi termina poniendo a disposición de su compositor predilecto el mismo equipo de libretistas estrella que había trabajado en Manon, Bohème y Tosca: Luigi Illica dando forma dramática al texto y Giusseppe Giacosa poniéndolo en verso.
Puccini sabía de la existencia del texto de Long; de hecho, le pidió a Riccordi que facilitara una versión en italiano a Illica, pero dejó muy en claro que quería que la ópera se basara en la versión teatral que tanto lo había fascinado en Londres (según las malas lenguas, porque era incapaz de leer un libro, incluso uno tan corto como el de Long). Lo cierto es que cuando Riccordi logra comprar los derechos de la obra de teatro, en abril de 1901, Illica (que detestaba a Belasco y se había negado a ver la puesta londinense) dice que no hace falta en absoluto tirar el dinero así; en cambio, incorpora a su libreto elementos de la ópera de Messager y de la novela de Loti. Giacosa es de la misma idea: sostiene que el Pinkerton de Belasco/Long es un personaje plano, mientras que el de Messager/Loti tiene el relieve “europeo” que demanda una verdadera ópera (de hecho, el dúo convertiría en británico a Pinkerton para el fallido estreno de La Scala en 1904). Puccini empieza a pelearse con sus libretistas y a suprimir gran parte del material que éstos incorporan. Su devoción a la obra de Belasco es tal que se niega a entrar en razones cuando Riccordi, Illica y Giacosa le suplican que divida en dos el segundo acto (ya ha aceptado a regañadientes que la ópera no puede tener un solo acto, como tenía la obra que lo impactó en Londres, pero se niega a una nueva subdivisión que quiebre el crescendo entre la vigilia de Butterfly y el retorno de Pinkerton que generará la tragedia final). Tendrá una pelea especialmente áspera con Giacosa cuando rechace de plano la idea de darle un aria a Pinkerton luego del suicidio de Butterfly: nada debe atenuar el protagonismo que desea para su heroína.
Los meses previos al estreno son más bien catastróficos. A la tensión con los libretistas se le suma la borrascosa situación sentimental de Puccini, tironeado entre tres mujeres: Elvira Bonturi Gemignani, la mujer con la que convive desde 1886 y con quien ha tenido un hijo (en Italia no había divorcio, y la noticia de la muerte del marido de Elvira a principios de 1903 alimenta la presión de las hermanas de Puccini para que purgue el prolongado concubinato con un casamiento por la iglesia); una tal Corinna del Piamonte (quien, a diferencia de otras amantes abandonadas por Puccini, se negaba a aceptar un resarcimiento económico y exigía que el compositor volviera con ella) y, por último, Hisako Oyama (la bella esposa del recién llegado embajador japonés, que conoce a Puccini en Roma a fines de 1902 y lo subyuga a tal punto que él le pide que lo ayude en varios aspectos del libreto, especialmente en los motivos musicales japoneses de la partitura). Cuando un Puccini cada vez más desequilibrado sufre un accidente automovilístico que casi acaba con su vida, el editor Riccordi toma cartas en el asunto y lo convence de que la única solución es olvidarse de la mujer del embajador japonés, encerrarse en su residencia de Torre del Lago, donde debe casarse con Elvira en una sencilla ceremonia doméstica, y dejar en sus manos el cada vez más engorroso “asunto” Corinna (Illica terminará ayudando a Riccordi en la negociación con la amante abandonada). Casado a su pesar, extrañando a gritos a Hisako y negándose a recibir a sus libretistas, Puccini se encierra a terminar la ópera identificándose cada vez más con su heroína: de hecho, traslada sus propios tironeos emocionales a las escenas finales de la ópera, donde Butterfly es asediada por Yamadori y Adelaide, mientras Pinkerton brilla por su ausencia.
Mucho se ha hablado del estreno de Madama Butterfly (para el título de su obra, Puccini italianiza el madame) en La Scala el 17 de febrero de 1904, uno de los desastres más famosos de la historia de la ópera. El propio Puccini lo describió como “un linchamiento público de proporciones dantescas”, pero nunca pudo determinar cuánto incidieron los defectos en sí de la puesta y cuánto se debió el boicot orquestado por sus enemigos. Según las distintas opiniones, esos enemigos incluían no sólo a los demás compositores del rebaño de Riccordi (envidiosos del trato preferencial que el mecenas le daba a Puccini) sino también a Sonzogno y su facción, y hasta a los propios Illica y Giacosa, heridos por el maltrato recibido. Lo cierto es que las dos grandes críticas que pulverizaron la obra coincidían con los desacuerdos entre compositor y libretistas: el desequilibrio entre los roles del tenor y la soprano, por un lado, y la demencial duración del segundo acto, gran parte del cual quedó silenciado por los abucheos y las risas. Cuando Riccordi logró hacer entrar en razón a Puccini y convencerlo de que buscara revancha de aquel fracaso, sólo tres meses después, reestrenando la versión corregida de la ópera en el Teatro Grande de Brescia (una sala más pequeña, donde podría evitarse con más facilidad la entrada de “conspiradores”), el compositor se había curado ya del “efecto Belasco”: le importaba más reivindicarse que identificarse con su heroína. Así, no sólo dividió en dos partes el segundo acto y le agregó líneas al rol del tenor aquí y allá, sino que incorporó completa aquella aria final de Pinkerton que a Giacosa tanto había escarnecido que se suprimiera (“Addio, fiorito asil”). Esta vez, público y crítica aplaudieron con entusiasmo e inauguraron el exitoso itinerario que tendría a partir de entonces (el telón debió levantarse 32 veces para que saludaran elenco y autor y se hicieron siete bises). El éxito cura aceleradamente las penas de amor de Puccini, que olvida sin mayor esfuerzo a Hisako (en cambio, no se sobrepone del todo del efecto Belasco: en 1910, volverá a apropiarse de una puesta del norteamericano para convertirla en su ópera La Fanciulla del West).

LA MARIPOSA
EMPRENDE EL VUELO
La puesta siguiente de Butterfly sería, de todos los lugares posibles, en el Teatro Colón de Buenos Aires, dirigida por Arturo Toscanini (Puccini estuvo casi seis meses en la ciudad, tan abrumado por los homenajes locales que se fue sin acudir al estreno, aunque antes aceptó componer a pedido un himno escolar que se cantó en los establecimientos porteños durante meses). De allí, la ópera viajó a Londres y luego a París, donde adoptó su forma final. Ni Loti ni Long quisieron verla, al parecer. Un hecho tan sugestivo como que Loti nunca demandara por plagio a Long, ni Long demandara a Belasco por cambiarle el final a su obra con el suicidio de Butterfly. En cierto sentido, ese desinterés puede interpretarse también como si cada uno de los sucesivos relatores de la historia de la concubina japonesa (incluyendo no sólo a Loti, Long y Belasco sino también a Messager, al dúo Illica-Giacosa y a Puccini) supiera que estaba ofreciendo una versión temporaria de esa historia, que alguna vez adoptaría la forma que necesitaba tener.
Otro detalle sugestivo de paralelismo proviene de la biografía de Puccini: además de sus hermanas, Giacomo tenía un único hermano llamado Michele, el benjamín de la familia, en el que convivían el talento musical y la bohemia. Michele se embarcó hacia la Argentina en algún momento de los ‘80, terminó como maestro de música en el Liceo de Señoritas de Jujuy, donde enamoró a la esposa del gobernador Pérez (y al parecer la embarazó) y debió huir a Buenos Aires cuando el furibundo marido le envió un escuadrón de sus huestes a escarmentarlo en forma definitiva. Tampoco en Buenos Aires se sintió seguro Michele: terminó escapando a Río de Janeiro, donde murió, a los 26 años, víctima de la fiebre amarilla que había contraído o en su huida a Buenos Aires o en su temerosa estadía oculto en una pensión de la calle que hoy se llama Cerrito (debo esta versión a Marcelo Zapata, que hace años investiga si, en su viaje a Buenos Aires, Puccini no trató de develar qué había pasado con su adorado hermano menor). En cuanto a la relación del Japón con Butterfly, recién en 1916 se haría en Osaka una primera adaptación teatral, si bien no en forma de ópera (aunque incluía algunos motivos musicales de la pieza de Puccini): la puesta parecía, según el diario Asahi Shimbun, un llamado de atención a las mujeres japonesas acerca de lo que podía ocurrirles si establecían vínculo con un extranjero (de hecho, ese diario comenta que en cada función son muchas las damas de la platea que lloran en silencio). Habría que esperar hasta 1924 para la primera escenificación de la ópera, en Kyoto, pero con muchos cortes en el libreto y los personajes extranjeros cantando sus arias en inglés, para no ofender la susceptibilidad nacionalista japonesa de la época. Recién doce años más tarde, en 1936, se realizó la primera puesta completa de Madame Butterfly. La función fue en el Kabukiza de Tokio y el rol principal estuvo a cargo de la famosa Tamaki Miura, una soprano japonesa nacida en 1884 que había interpretado el papel más de dos mil veces en distintos escenarios occidentales.
La propia Miura comentaría años más tarde, a propósito de la escasa aceptación en el Japón de su ópera favorita, que a las audiencias niponas les incomodaba menos el contrato matrimonial firmado por Butterfly que su estado mental, y que allí donde las audiencias occidentales veían el paroxismo del amor romántico (la escena del suicidio), los japoneses veían el único acorde racional de una trama inverosímil (quizá por esa razón, gran parte de las puestas japonesas adoptan un tono farsesco en lugar de melodramático). Aun así, una de las atracciones turísticas más visitadas de Nagasaki hasta el día de hoy es la casa donde Pierre Loti vivió con su Chrysanthème, en cuyo jardín hay una estatua de piedra de Butterfly con su hijo en brazos, señalando el lugar de la bahía por donde espera ver llegar a Pinkerton. El jardín de Loti sigue ofreciendo la mejor vista panorámica de la bahía de toda la ciudad; la estatua de Butterfly tiene detrás un muro por la cual corre una cascada de agua y hay parlantes ocultos que emiten permanentemente el aria Un bel di vedremmo. No sólo turistas occidentales visitan el lugar: es uno de los preferidos de las parejas de novios japoneses para fotografiarse en el día de su boda.

CONFESION FINAL
No soy fanático de la ópera. Ni siquiera me gusta especialmente Butterfly. Esta formidable aventura por los vericuetos de su historia se debe a un malentendido. Hace un tiempo conocí por casualidad a un historiador llamado De Marco. Tuvimos una brevísima conversación y, al despedirnos, él me preguntó por cierto almirante que resultó ser mi bisabuelo. “¿Y sabe su familia que es posible que el almirante haya sido el referente en el que se basó Puccini para Madame Butterfly?”, me dijo entonces. Mi bisabuelo pasó unos cuantos años en el Japón, como observador internacional de la guerra ruso-japonesa. La historia es así: él era oficial de la Armada Argentina, lo mandaron a Génova a traer dos acorazados que estaban reparándose allí. Justo en ese momento, Japón le declaró la guerra a Rusia. El gobierno japonés sabía del Pacto de Mayo, el tratado de paz firmado por Argentina y Chile que obligaba a ambos bandos a reducir su flota. Y consigue comprar esos dos acorazados, razón por la cual mi bisabuelo terminó llevando esos barcos al Japón, y se quedó en la isla unos cuantos años más de los que duró el conflicto (que, casualmente, se resolvió en una batalla naval, Tsushima, donde esos dos acorazados parece que tuvieron un rol fundamental).
La guerra entre Rusia y Japón empezó en 1904, lo que invalidaría la peregrina idea de De Marco, si no fuera por dos datos domésticos. El primero: que es posible que la Armada Argentina enviara a mi bisabuelo al Japón con aquellos acorazados porque sabían que él ya había estado allá, al principio de su carrera, en un barco escuela inglés, por un programa de intercambio entre las escuelas navales británica y argentina (nada se sabe de aquellos días de 1886 que pasó mi bisabuelo en el Japón, ni en el terreno histórico ni en el terreno familiar: no hay un solo papel que permita saber siquiera cuántos días fueron). El segundo dato, que impresionó especialmente a De Marco, es aún más doméstico (pertenece a las versiones no autorizadas de la historia familiar): mi bisabuelo volvió finalmente de Japón y vivió el resto de su vida en Buenos Aires, con la única hija que tuvo, mi abuela. A la muerte del almirante, mi familia vivía toda junta en la casona que le quedó a mi abuela, y un día se presentó en la puerta un atildado japonés, que pidió ser recibido por ella. Mi abuela mandó preguntar quién era. El tipo contestó: “Soy su medio hermano. Vengo de Japón a presentar mis respetos”. Mi abuela no lo quiso recibir.
Esto ocurrió hace más de treinta años. Pero aquella desafortunada tarde en que mi abuela repudió a su medio hermano japonés (como, supongo, lo habrán repudiado en su tierra de origen por ser hijo de madre soltera y por ser hijo de gaijin, el nombre que dan a los occidentales en Japón), él le mandó decir que igual iba a quedarse en la Argentina. Si se quedó, debe estar esperando todavía, haciendo honor al dicho acerca de la paciencia oriental. Y yo voy a ir a buscarlo. Y, cuando lo encuentre, en la vida real o en esa vida paralela que son las novelas para los novelistas, le transmitiré las disculpas de la familia y ojalá que él me permita escuchar de su boca esa versión de Butterfly que quizá a nadie en el mundo le importe pero a mí sí.

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